En No la figura del copista escribiente desempeña un papel central como encendida crónica y balance de un debate que fue decisivo en los albores de lo que se llamó la posmodernidad, pero que ha reaparecido, realizado incluso, al margen de su carga teórica, tras la emergencia de lo digital: la crisis del autor. En este sentido la visita casi póstuma que Browne nos propone a ese debate tiene la virtud de dotarle de nueva vida y de ofrecer al lector la posibilidad de reescribirlo. Una escritura que sin ser primordial lo es en realidad sin saberlo, una copia que ha dejado de ser copia y un escribiente que ha dejado de serlo para ser escritor: el autor. Lo que la deconstrucción vendría a ofrecer es la liberación respecto de ese espejismo del autor decimonónico que se afana en la creencia de que hay un texto que copiar. Tal vez esa es la clave para comprender el enigma del no de Bartleby y sus compañeros que tan bellamente nos describe Vila Matas en su Bartleby y compañía, y que a su vez Browne ilustra de modo brillante mediante un recorrido por el pensamiento desbocado de las dos últimas décadas del siglo XX. Tal vez Rimbaud dejó de escribir cuando vislumbró (saberlo no podía saberlo), que era ya posmoderno en la zozobra de su barco ebrio. La literatura como institución y como discurso, y con ella el autor y el sujeto del que el autor depende, habrían sido sólo espejismos ante el vacío de un texto a copiar inexistente. La autoproclamada posmodernidad sería a su vez la negativa a reproducir las imágenes de ese espejismo y también la anticipación de una modernidad por fin consciente de sí misma, de una modernidad que no necesita ya de relatos que aplaquen el vértigo de ese vacío ni intermediarios en forma de autor, que amortigüen la caída en el sin fondo que la constituye.