Los mandatarios que han ejercido el poder desde la antigüedad han exhibido una apariencia pública que les distinguía de los gobernados. Si consideramos las imágenes en un sentido amplio —literarias y artísticas, pero también religiosas y políticas, materiales e imaginarias—, comprobaremos que reflejan los ideales de una época, el estado de apogeo o de decadencia de una civilización, así como la evolución temporal y espacial de los pueblos. Todas las instituciones de los regímenes políticos necesitan imágenes simbólicas para ser aceptadas. Esas imágenes, junto con la cultura escrita, los medios de comunicación de masas —desde la imprenta hasta los audiovisuales— y la memoria, han formado parte de la política de persuasión. Las imágenes del poder son seductoras, imperativas e ilusorias. «Seductoras» porque nos persuaden con promesas de mejora vital para conducirnos por el camino que quiere seguir el político. «Imperativas» porque son la forma visual que emplean los poderosos para dar órdenes desde su mirada autoritaria. «Ilusorias» porque no son reales, sino ensueños de la imaginación que queremos creernos por falta de perspicacia o por conveniencia.